martes, 1 de julio de 2008

No TV

Monólogo del buen Tevéfilo

Compuse una canción, planté un árbol, concebí un millón de niños a medio concebir. Escribí un libro, una novela, un centenar de profundos y ridículos poemas, un millar de cuentos, de historias. Cociné los platos más deliciosos y me los comí de a uno, despacito, mientras concebía los críos a medio concebir y escribía el, los libros. Gané premios, torneos y competencias.

Ahora me arreglaron la TV. La canción que compuse es dañina para los oídos del ser humano, el árbol que planté era de plástico, así que no ha de crecer. Los niños no llegaron a concebirse, fueron puro acto masturbatorio. Mis profundos y ridículos poemas son tan profundos y tan ridículos que nadie, ni siquiera yo, los entiende ni los puede leer. Mi novela no está terminada. Después de cocinar y disfrutar de las comidas más deliciosas y finas, tengo una enrome montaña de platos grasientos esperándome en la cocina. Los trofeos que gané son todos de plástico, todos de categoría amateur. No di a luz a un solo crío. Pero me arreglaron la TV.

martes, 6 de mayo de 2008

Hoy todo el humo en la ciudad

Para Ama


En medio de la penumbra que ganaba la habitación no tardó en darse cuenta de que esa noche no podría dormir. Sentía un aire rasposo que le dominaba la respiración, la garganta entera, tan larga. Cada bocanada le costaba un esfuerzo sobrehumano. Hacía varias noches que tenía la misma dificultad, pero hoy era peor. A veces temía dormir, por el inminente ahogo que se le imponía cada vez que se entregaba al sueño. Entonces decidía pasar toda la noche en vela, adivinando las sombras que las copas de los árboles proyectaban en su habitación.

Pero algo era distinto esta vez: los problemas habían empezado antes de dormir. Apenas apoyó la cabeza en la almohada se dio cuenta de que había un olor agrio, duro y amargo en el aire. No solamente en su cuarto, también en toda su casa, en la calle, en la vereda, adentro de los autos. Era inevitable. Le hacía doler los bronquios, arder los ojos, exhalar lágrimas. Después de unos minutos comenzó a preguntarse qué clase de mierda (orgánica o inorgánica, quién sabía) estaría causando ese olor.

Se incorporó entonces sobre su cama y se acercó a la ventana, esquivando sin mucho éxito la ropa tirada en el piso. Asomó la cabeza hacia afuera y entonces lo vio por primera vez. Buenos Aires, siempre tan altiva y envolvente, estaba cubierta, invadida casi, por una nube áspera de humo gris. Era directamente una cortina traslúcida que le impedía ver con claridad los edificios, no solamente los del fondo, que ni siquiera se adivinaban, sino directamente los que estaban a unos cortos metros de distancia.

Dominado por la somnolencia, caminó hasta la cocina. Se calentó un café con leche y decidió acompañarlo con un paquete entero de galletitas dulces. Levantó una de las sillas de plástico apiladas al lado del lavarropas y la sacó al balcón.

Con los pies apoyados en la reja y el culo casi afuera de la silla, se tapó con una frazada que había encontrado por ahí y se dispuso a tomar su café, registrando con una precisión casi científica cómo el humo estático le carcomía la vista. En la boca le ardía una mezcla ácida de café, chocolate y humo, que se volvió más punzante cuando prendió un cigarrillo armado y exhaló el humo nuevo, junto con el viejo.

La taza quedó vacía en poco tiempo, y el paquete de galletitas todavía no se había terminado. Decidió que se quedaría otro largo rato observando el humo que, de todos modos, no le permitiría conciliar el sueño: no estaba dispuesto a correr el riesgo del ahogo esa noche. Y sería precioso, tal vez, ver el alba ahumada.

Buenos Aires parecía sumida en un universo paralelo, en un mundo dominado por leyes distintas, tal vez las mismas que gobiernan la ficción. La tiniebla era una constante a la que no había manera de escapar. El olor áspero se pegaba en la ropa, en el pelo. Se sentiría hasta en la ducha, adivinó. Las luces de la calle y las de los edificios se prolongaban metros y metros sobre el humo, sin en realidad iluminar nada: la nube deglutía cada uno de los fotones, que se diluían luego en el hollín. La luna era simplemente una mancha blanca, totalmente informe, colgada en el cielo gris. Desde el balcón de su séptimo piso era difícil reconocer el contorno de los gatos que merodeaban la vereda. Tampoco podía oírlos, realmente. Parecía que el humo se lo tragaba todo.

Se acurrucó con dificultad en la silla de plástico y esperó a que la ciudad despertara sorprendida, sumergida en una ficción eternáutica que, sólo a él, no le permitía dormir.

lunes, 26 de noviembre de 2007

El humo en la botella

Estira el brazo, largo y fino, para alcanzar la caja de Marlboro. Con los dedos de la mano derecha, también largos y finos, la abre suavemente y saca el último cigarrillo que queda. Baja el tabaco contra la mesa ratona de madera, con golpecitos suaves. Juega durante un rato a apretar el filtro entre los dedos y ver cómo se hunde y después se vuelve a expandir. Abre la boca y pone el cigarrillo entre los dientes. Juega a subirlo y bajarlo, apretarlo y soltarlo, lamerlo un poco.

Una mano pálida le alcanza impaciente un encendedor desde el costado izquierdo de la escena. Él lo agarra con parsimonia. Juega con la piedra; lo enciende, suelta el botón. Finalmente, prende el cigarrillo dando una larga chupada que quema la punta dejándolo negro, infumable.

La misma mano pálida le alcanza una botella de vidrio con muy poco vino tinto en el fondo. Se lleva el pico a la boca y una mezcla rancia chisporroteante y ácida le invade el paladar y la lengua, los dientes y las encías. Ve entonces con claridad el fondo de la botella vacía. Pega una pitada infinita al cigarrillo, infla los cachetes para sostener el humo sin tragarlo y acerca de nuevo el pico a la boca.

Expulsa entonces la bocanada adentro de la botella verde y, con un corcho de madera, la tapa. El humo gris queda cautivo, haciendo firuletes adentro de la botella, y él vuelve a dar una pitada infinita, que quema el cigarrillo y deja la punta negra, infumable.

domingo, 4 de noviembre de 2007

En cuarta persona

Nereida levantó la vista con un esfuerzo supremo y vio una risa esfumándose como un humo negro por la ventana de la cocina. Levantaste una mano, Nereida, para despertarla del sopor estival que nos había invadido hasta las uñas, y me di cuenta, entonces, de que el sopor ya era insuperable. Quisiste, Nereida, agitar los pies, te levantaste de la silla y bailoteaste rebotando por toda la cocina. Pero nada. Nereida sigue sintiendo que no siente los pies ni las manos, que la cabeza se me va para un costado sin que te des cuenta, Nereida.

Escucha un murmullo y busco de dónde viene. Quiere retener lo que oye pero ni siquiera logro escucharlo bien, mierda. La conversación tiene un hilo, Nereida, es cuestión de que lo sigamos, agarrándolo centímetro a centímetro con los dedos que me empiezan a faltar. No, no hay hilo: alguien lo tiene y cuando yo lo voy a agarrar, tira de la punta y te quedás con las manos vacías. Me dicen que no importa, que suelte el hilo del todo y lo deje ahí colgando, nadie se ofende. Pero Nereida no puede verse a sí misma en tercera persona, conocerse como los otros la conocen, vivir ese momento en la piel de nadie, de un nadie que está por quedarse dormido. Es demasiado para mí. Lo dejé todo en piloto automático y vino una Nereida distinta, tanto más irresponsable, que no se preocupa por acordarse de nada, se le escapan las palabras de los demás por las orejas y la nariz. No se le puede encomendar nada a la otra Nereida, nada. Porque no se acuerda de las cosas, se olvida de todo, mierda. Y yo siempre me acuerdo, pero ahora me fui por un rato y todo es un caos, entonces tengo que volver y solucionarlo.

Acá estoy. ¿Qué pasaba? Ah, sí, ahora contesto un par de preguntas, inspecciono mi cuerpo, veo que está bien, limpio, en orden. Estoy totalmente vestida, tengo dos manos, dos pies, ¡tantos dedos! Tomo agua, porque la otra Nereida se olvidó de eso también. Resuena una voz que en algún momento dijo algo sobre la basura del patio y veo que en una mano loca loca loca baila una zanahoria. Te fuiste de nuevo, Nereida.

Sí, se fue, no lo pude evitar. Entonces te falta un poco el aire, cree que lo mejor es salir al jardín. No, no tenés frío, contestá, Nereida, contestá. Parece que el aire nos hizo bien. Volvamos adentro.

Querés decir que las cosas se sienten como si estuvieras viendo un documental sobre mí misma. Entonces escucha un sí, muy seguro y convincente, alguien está muy de acuerdo. Y te reís. No puedo parar, te quedás sin aire, Nereida.

Suena una alarma: ya, vení, no hay tiempo, solucioná esto. Y no puedo llegar, pero veo que ahora Nereida llora hasta por la nariz, tiembla. Nereida no se lo aguanta, no, no me lo aguanto, vomito un llanto ácido y en un instante inundo la cocina.

Al cuello te llega el agua, Nereida.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Sinsentir

Un pelo del ornitorrinco de adelante se eriza violentamente cuando la ventisca helada del Polo Oeste gana la maratón. La línea perfecta del cuadrado fulgura, arde en una gruesa cana de barba. Las venas azules se expanden a lo largo de las pezuñas y de los rulos locos de la oreja. Sin mirar a los lados, se rasca la profundidad del ombligo y la pelusa se le pega a las bujías como un oxímoron transparente. La ventisca del Polo Oeste festeja su triunfo volándole la boina y el ornito, ¡pobre!, se queda pelado.

lunes, 24 de septiembre de 2007

El final del día

Al principio parecía que escampaba en el norte de la ciudad. Una luz tibia empezaba a invadirlos centímetro a centímetro. Miraban afuera, pero no veían más que vidrios poblados de gotas gordas, sucias. La frazada les tapaba las narices y casi no les permitía respirar. Había que sacar la cabeza de debajo de las telas, abrir bien grande la boca y chupar el aire, que ya casi se había agotado. Ninguno de los dos sabía cuánto tiempo más iba a durar la tormenta, pero parecía que escampaba al norte de la ciudad.

El mudo quiso abrir una ventanilla para recuperar algo del aire perdido y averiguar algo sobre la nueva luz. El ciego, por miedo a que entraran las gotas sulfuradas y, como antes, le quemaran buena parte de su piel y del tapizado, no se lo permitió. El mudo decidió entonces que intentaría conciliar el sueño, aunque fuera por unas pocas horas. De la mochila gris que estaba en el piso, sacó un block con unas pocas hojas en blanco y un lápiz. Escribió: “Voy a tratar de dormir. Despiérteme si pasa algo y, si no, cuando escampe”. Le extendió el papel al ciego pero no reaccionó. Recién en ese momento el mudo se dio cuenta de que cualquier intento de comunicación no acordada antes, cuando ambos hablaban y veían, era completamente inútil. Decidió entonces dormir sin avisar a nadie.

Sin saber cuánto tiempo había pasado, se despertó sobresaltado. Las gotas eran más gordas y pesadas que cuando había cerrado los ojos. La escampa había sido solamente una ilusión. El ciego estaba sentado en una posición que al mudo le pareció totalmente incómoda, con las manos extendidas hacia arriba, tocando el techo para evitar que las gotas muy pesadas lo derrumbaran. El mudo se incorporó como pudo y alzó los brazos. En seguida se dio cuenta de que, en el techo, justo arriba de su cabeza, había un agujerito, que, poco a poco, se iba haciendo más y más grande. A través del agujerito vio, a pesar de las nubes de ácido, que afuera estaba atardeciendo. Pensó en que debía decirle al ciego que el agua sulfurada les estaba empezando a carcomer el refugio, pero no se le ocurrió cómo. Entonces soltó el techo, se recostó en el asiento y se tapó hasta por arriba de la cabeza para seguir durmiendo hasta la escampa.

viernes, 17 de agosto de 2007

Topografía

Por debajo de la línea oscura que tan suavemente te surca la espalda, no hay más que el delicioso reverso de un motor inmóvil. En el anverso también hay una línea, tanto más delgada, de fina fibra negra, que desemboca en un gran lago oscuro, que genera ganas de perderse con gran maestría hasta en la más profesional de las topógrafas. No es del todo evidente el nacimiento de la línea, pero se sabe que sólo comienza en aquella zona donde el terreno epidérmico se pone exquisitamente escabroso. La línea del reverso es, por otra parte, considerablemente más larga y, sin embargo, sustancialmente menos importante. Las desembocaduras, tanto del anverso como del reverso, están pobladas por labios nómades, húmedamente sabrosos, que no pronuncian jamás la palabra descanso y no conocen resequedad alguna.

No se puede agotar el mapa sin las otras líneas que recorren el terreno. Un poco más al Sur del Lago Negro, del lado del anverso, no hay exactamente una línea, sino dos duras mesetas redondas que articulan la parte superior e inferior de los pilares que te sostienen, tan altivamente como a una divinidad griega. Del reverso, esas dos mesetas son más bien valles asimétricos que cambian su forma cada vez que los pilares pierden su rigidez. Del reverso también, exactamente a la altura de la desembocadura de la oscura línea que tan suavemente te surca la espalda, el terreno se hunde hasta las profundidades más inhóspitas y aloja todo un universo de oscuras huellas de labios imprudentes. A la misma altura, del lado del anverso, se levanta una isla de piel y músculo y cavernas corpóreas, que a veces se divisa claramente desde la distancia más extrema, y otras se esconde tímida en la profundidad del Lago Negro.

Un terreno menos vertiginoso es el que se ubica hacia el Norte. En el reverso, el hemisferio boreal está poblado por una zona selvática (no necesariamente oscura) de infinitas fibras. El Norte es claramente más interesante del lado del anverso: con paciencia suficiente, evitando fútiles distracciones, se llega a un oasis encolumnado directamente con el desierto del torso. Un poco más hacia el polo está el mayor volcán en erupción de todo el territorio, poblado de inefables humedades. El recorrido topográfico termina con un vistazo, una ojeada, a los dos pozos lumínicos, llenos hasta el cansancio de aguas saladas, que proponen zambullirse abruptamente en tu interior y rehacer una y otra vez el recorrido entero, incluidos todos los terrenos escabrosos y la línea oscura que, tan suavemente, te surca la espalda.